Divagaciones,  Leer,  Relato

Los Pulis

Los pulis

La piel, reseca y agrietada, pedía a gritos un poco de agua. Los poros de su cuerpo hacía tiempo que estaban rellenos de mugre; las pestañas y el resto de pelo lucían aceitosos y el hedor que dejaba a su paso conseguía que nadie se le acercase, como mínimo, de forma voluntaria.

Los Pulis, como llamaba a sus compañeros de viaje —piojos, pulgas y otros insectos que vivían en ella—, hacía tiempo que eran su única familia. Los mimaba a más no poder y ellos, a cambio, se encargaban de defenderla. Desde que vivía con ellos pocos se atrevían a molestarla y eso, quieras o no, era una gran suerte. Ni en el mejor de sus sueños hubiese creído que aquellos seres lograsen tal hazaña.

Como cada noche, al llegar a casa después de trabajar, se puso el mismo pijama de los últimos dos años. Tras una copiosa cena que llenó su estómago, llegó el mejor momento del día:

Los Pulis, agitados por el acontecimiento y tras su señal, saltaron de su cuerpo y se sentaron, ordenados por especie y tamaño, en la mullida alfombra del comedor —el único lugar de la casa que se limpiaba con asiduidad. Su familia tenía que estar a gusto en ese momento—, mientras que, sentada a lo indio frente a ellos, se recogía el pelo en una gran coleta para que sus pudieran verle el rostro que durante todo el día insistía en tapar con su larga melena oscura.

—¡Ooohhh! —se escuchaba todas las noches cuando mostraba su pálido rostro. Era hermosa.

—Veamos. —Levantó la vista al techo para intentar recordar—. Esta mañana ha sido agotadora. ¿Os habéis fijado en el abrigo de piel de la señora del autobús? Sí, la que estaba sentada dos sillas a la derecha. ¡Increíble! Estamos en pleno mayo y, aun así, todos tenemos que saber lo rica que es…. Mal, eso está mal.

Los Pulis se rieron por lo bajo.

—Después está el señor del parque. Cualquier día llaman a la policía. —Meneó la cabeza a los lados—. ¡No puede seguir meando en el pipí-can! Mal, eso está mal.

Tras esas palabras, unos cuantos pequeños salieron disparados al baño.

—Lo de Carmen sí que no tiene solución. ¡Cómo se le ocurre liarse con su cuñado! Y encima se queja de que su novio la ha dejado y que ahora tiene que pagar ella sola la hipoteca. ¡Dios, qué paciencia! Mal, eso está mal.

En ese momento, hubo un revuelo entre los Pulis. La experiencia le decía que algo ocurría. Ese grito que parecía el chirriar de una sierra la avisaba de que se avecinaban problemas.

—¿No me digáis que aquí ha pasado algo semejante? —preguntó, a sabiendas que no sacaría nada en claro.

Los Pulis, igual que en una película muda, empezaron a interpretar una pequeña obra en la que le explicaron —o eso creyó entender tras verla en cuatro ocasiones— que un piojo se había liado con una pulga y esta, a la que le encantaban los piojos, no pudo resistirse a los encantos familiares y cayó rendida ante las palabras del hermano en cuanto lo conoció en la primera cena familiar.

Acercándose, les ofreció la palma de la mano a los afectados. Una vez que ellos subieron a ella, se los llevó a la habitación para subsanar la situación. En las familias unidas todo debe hablarse. Resuelto el problemilla volvieron con el grupo, que les esperaban haciendo piruetas sobre la alfombra.

—Lo peor de todo ha sido cuando aquella señora, pobre desgraciada, no quería acercarse a mi mesa. ¡Con lo simpática que soy! ¿Qué pasa? —Los miró indignada cuando achinaron los ojos—. Lo soy con la gente que vale la pena. Ella vale la pena. Nadie debería pasar por algo así.

Los Pulis corrieron a su lado, pues sabían que el momento se acercaba. Ocuparon su lugar, esperaron unos segundos… las lágrimas empezaron a brotar.

Y como todos los días de los últimos dos años, lloró y lloró durante las siguientes dos horas. Pasado ese tiempo, se levantó, fue a la habitación de sus hijos y, tras abrir la puerta, confirmó, como todas las tardes, que ya no estaban. Rozó con la yema de los dedos la fotografía de los cuatro que había en la cómoda de la niña y salió hacia su habitación. Se estiró en su lado, dejando el de su marido libre, igual que en los últimos años. Miró al techo, cerró los ojos y pensó:

«Mal, eso está mal. Nadie debería conducir borracho».

6 Comments

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *